Cuando abres el libro y lees la referencia histórica que encabeza el relato, parece que no habrá sorpresas en cuanto al hilo argumental de la novela. En ella se explica que en la década de 1580 una pareja que vivía en Stratford tuvo tres hijos. Uno de ellos llamado Hamnet murió a los once años en 1596 y cuatro años más tarde su padre escribió una obra de teatro titulada Hamlet.
Lugar, fecha y nombre nos conducen directamente al gran dramaturgo inglés. Si además sabemos que en el siglo XVI Hamlet y Hamnet eran variantes del mismo nombre y que esta tragedia es considerada como un intento de comunicación entre un padre y un hijo que habitan reinos diferentes, pocas sorpresas cabe esperar.
Pues bien, avanzada la lectura nos damos cuenta de que el nombre del padre de Hamnet o Hamlet no se menciona en ningún momento, su personaje permanece velado, se describe de una forma indirecta por su papel como padre, hijo, hermano, marido, preceptor. No parece que él sea el protagonista principal. El foco recae sobre su esposa Agnes, mujer asilvestrada, con conocimientos sobre plantas medicinales, capacidades extrasensoriales para ver el futuro y de sentir la presencia de los muertos, de casi todos los muertos. Se crea entorno a este personaje un mundo en el que los límites entre los real y los fantástico no están bien definidos pero que aceptamos como rasgos de una personalidad diferente.
A pesar de lo dicho anteriormente en Hamnet hay mucho teatro, lo podemos sentir en la descripción de paisajes e interiores como si fueran decorados de fondo; en el esfuerzo de materializar el sonido, olores y colores; en la perspectiva del narrador que transita entre la fantasía del juglar y las acotaciones de un apuntador y en la referencias explícitas a este género literario.
Escuchad:
“He mandado a los niños que conjuguen el verbo “incarcerare”. La repetición del duro sonido de la “c” parece rascar las paredes, como si las propias palabras buscaran la forma de escapar”.