Seguramente todos conocéis las obras más famosas de este escritor: La carretera o No es país para viejos y alguno seguro que las leyó (yo leí la primera y reconozco que me gustó tanto que decidí atacar ésta). Esta varía un poco en el formato ya que no es una novela sino una obra de teatro pero mantiene el fondo filosófico de todas sus obras si es que no lo acentúa más al hacerlo más simplista, al eliminar el entorno y los personajes secundarios.
Es un diálogo al más puro estilo clásico: sólo dos personajes encerrados en una habitación y enfrascados en una discusión filosófica acerca del sentido de la vida y la muerte y de porqué agarrarse a una u otra. Y antes de que alguno piense cosas raras y aunque os pueda parecer lo contrario, no estoy deprimida, es sólo una casualidad que lleve dos libros que hablen acerca del suicidio (es más, son dos libros tan distintos y con una visión tan diferente del tema que parece que hablen de dos temas totalmente diferentes).
Como os iba diciendo, dos personajes: Blanco y Negro, dos estereotipos que representan dos posiciones tan enfrentadas como sus nombres puedan sugerir. Blanco, un profesor universitario que intenta suicidarse pues los libros, la música o el arte ya no le parecen razones suficientes (el fracaso de la Cultura y la Razón como formas exclusivas de vida). Negro, un asesino ex-convicto profundamente religioso que ofrece a Blanco la posibilidad de darle una segunda oportunidad a la vida con Dios y la ayuda al prójimo como ejes de la existencia.
Y ya no os cuento más, sólo me queda recomendar el libro y disfrutarlo y quizás pensar un poco en los razonamientos existencialistas que cada uno podría esgrimir en esta situación.